Opinión
Objetivos y estrategias en la gestión empresarial

Una compañía puede ser, simplemente, administrada; pero, si se quiere dirigirla al futuro, si se desea sobrevivir y aun crecer, entonces se deberá desplegar inteligencia, afán, audacia, astucia, sagacidad y eficiencia. Analizamos la aplicación del pensamiento estratégico en ámbitos corporativos.

por José Enebral Fernández, consultor colaborador del think tank Know Square*

 

Mediado el siglo pasado ya había escuelas de negocios con décadas de experiencia, e incluso grandes empresas contaban con centros propios para la formación de directivos en su propia cultura-estilo de gestión (General Electric, por ejemplo, en Crotonville). En aquellos años y como se recordará, el maestro Peter Drucker proponía una dirección por objetivos y autocontrol, extraída de su experiencia como consultor. Sí, en los años cincuenta y sesenta, tras los estudios de Hawthone Works en los veinte, la ciencia del management experimentó ciertamente un notable impulso; tanto en su lado más técnico, como en el más humano.

 

Por entonces se empezó a hablar más de la estrategia, del pensamiento estratégico... Claro, habremos de convenir —enseguida trataremos de hacerlo— qué entender por estrategia, porque todavía hoy existen interpretaciones diversas del concepto y hasta se cuestiona su interés. Por ejemplo, en las primeras páginas de un reciente (2012) libro suyo (El japonés que estrelló el tren...) de éxito en España, Gabriel Ginebra denunciaba que hemos “abusado de la estrategia”, cuestionaba la planificación de una estrategia “que seguramente nunca se va a poner en práctica”, y llegaba a recomendar que “no diseñemos estrategias ni estructuras”, que “no diseñemos planes estratégicos, sino solo planes”.

 

Quizá se ha abusado ciertamente, en grandes y medianas empresas, de actos litúrgicos en torno a la estrategia, aunque uno diría que, bien entendida-practicada, la correspondiente doctrina parece de sentido común y aun inexcusable. Pero sí, también puede quizá decirse que las apuestas de futuro elegidas no han resistido siempre los cambios que se producían en el entorno; que tanto cambio de estrategia ha llevado a ignorarla, a preterir la que se hubiera formulado; que la no-estrategia puede estar, sí, bastante extendida. De todos modos y como sugeríamos, tal vez se ha interpretado el concepto con cierta veleidad.

 

Es ciertamente posible que se haya trivializado-adulterado el significado de la estrategia, como ha ocurrido con muchos principios o modelos de gestión, incluyendo la mencionada dirección por objetivos (que a veces parece convertirse en dirección por incentivos). Al respecto, en Playing to win. How strategy really works (mejor business book de 2013 para Thinkers50), Alan G. Lafley y Roger L. Martin sostienen, en relación con la estrategia, que muchos ejecutivos:

  • La limitan prácticamente a la formulación de la visión.
  • La reducen a la definición de un plan.
  • La consideran inútil a largo y medio plazo.
  • La confunden con la optimización del statu quo.
  • La perciben como mero seguimiento de las mejores prácticas.

 

Se diría que la empresa de cierta dimensión habría de albergar —incluso formular— una visión sobre su futuro, unos objetivos o metas de prosperidad deseadas para el medio-largo plazo; como también habría de realizar una elección sobre las políticas e iniciativas a desplegar tras aquellos fines, y asimismo sobre los medios específicos (táctica) a poner en práctica, tanto en lo referido a la acción exterior como a la gestión interna de la organización. Todo ello, con una buena dosis de audacia, astucia, afán de logro, inteligencia…

 

En cada empresa, la estrategia viene a ser en efecto una apuesta de futuro; viene a ser la solución adoptada para consolidar su posición en el mercado y prosperar. Podrá ser más explícita o menos, estar formulada con más detalle o con menos; pero unas ideas estables se habrían de desplegar sobre cómo progresar sin buscar para ello atajos ajenos a la profesionalidad. Un prestigioso experto nacional, Rafael Martínez Alonso, se suma, en El manual del estratega (Premio Know Square al mejor libro de empresa de 2013), a la idea de englobar en el concepto los fines u objetivos de prosperidad perseguidos, los caminos previstos y los recursos-medios precisos.

 

Es verdad que no siempre se declaran los objetivos auténticos, y ello puede acabar generando un plus de entropía en las organizaciones. Si, por ejemplo, el propósito del empresario fuera comprar barata una empresa y venderla luego al mejor precio posible, ahí la estrategia podría apuntar tanto a sanearla como a mostrar solidez, a lucir un buen ebitda, a aparecer en los medios, incluso a exhibir logros futuros…, y este es un esfuerzo que a veces se resta a la gestión deseable. Supe de un caso en que se hubo de vender a poco más de la mitad de lo pagado. Se habló de una “deficiente gestión”, en un periodo en que se había mantenido una insistente presencia en los medios; parece que se puso menos empeño en ser que en aparentar.

 

Otro caso. Al comienzo de este siglo, otra empresa española quería ser líder en soluciones de e-learning y se preparó para ello reforzando su plantilla e incorporando nuevas tecnologías; tan resuelta estaba y optimista se sentía, que publicó notas de prensa diciendo lo que iba a facturar poco después: 5.000 millones de pesetas. Luego apenas facturó el 20% —la quinta parte— de lo anunciado y, tras algunos despidos, la marca desapareció tres años después. Al parecer el mercado del e-learning estaba creciendo, pero la empresa no logró atraer clientes y se quedó muy lejos de sus ambiciosos objetivos cuantitativos.

 

La estrategia empresarial no puede hacer olvidar el día a día, como tampoco lo cotidiano debería ignorar aquella. Hay personas que tienden a llevar su atención a los objetivos, y otras, a los medios; pero la atención habría de ser suficientemente versátil en todos nosotros, para alinear debidamente lo que hacemos con lo que perseguimos. No hace falta insistir en la perogrullada: si solo persiguiéramos los beneficios anuales, podríamos estar malogrando el futuro, obstaculizando la prosperidad; y, claro, si desarrolláramos cada tarea con demasiada autotelia, podríamos desviarnos del objetivo.

 

En una situación en que son muchos los directivos y trabajadores que parecen ir de paso por sus empresas, los primeros podrían estar poniendo el énfasis en el corto plazo, y los segundos, algo desconcertados, acaso faltos de información, centrándose en el seguimiento de instrucciones, en seguir al líder. Sí, en ocasiones la estrategia parece algo demasiado confidencial y eso podría restarle efectividad. En realidad, puede ser tan confidencial que casi nadie la considere; tan confidencial, que no exista propiamente.

 

En su libro, tan interesante como ameno, Rafael Martínez Alonso habla también con maestría de la ausencia de estrategia y en medio nos recuerda una frase de Séneca: “No hay viento favorable para el barco que no sabe adónde va”. Parece aceptable que una empresa solo aspire a mantenerse a flote: es una decisión legítima; pero, en nuestro tiempo, se diría que la competencia exige pasar de la reactividad a la preactividad y la proactividad, por no hablar expresamente de la creatividad, la investigación, la innovación. En todo caso, tal vez se es más fuerte teniendo algo específico, acaso singular, por lo que valga la pena combatir.

 

Quizá no deberíamos hurtar a las personas la satisfacción —digamos el “orgullo”— de contribuir a buenos proyectos con metas socialmente atractivas… Aunque aquí parezca digresivo, recuerdo un caso curioso (llamó mi atención). Una gran empresa valoraba en sus personas el “orgullo” de pertenencia, cuando su presidente hubo de dimitir por un caso de aparente corrupción; poco después, lo que se demandaba a las personas en los carteles corporativos era algo más modesto: “espíritu” de pertenencia (fin de la digresión).

 

Uno recuerda también aquí la contribución de Kenichi Ohmae en La mente del estratega, aunque quizá en aquellos años ochenta se hablaba más de En busca de la excelencia, de Peters y Waterman. Una contribución histórica, sí, la de Ohmae, al despliegue del pensamiento estratégico… El lector contará aquí con otras referencias (también, claro, de autores hispanohablantes), pero, ¿cuál es el mensaje de estos párrafos?

 

Diría que una empresa puede ser, simplemente, administrada; pero, si se quiere dirigirla al futuro, si se desea sobrevivir y aun crecer, entonces se ha de desplegar inteligencia, afán, audacia, astucia, sagacidad, eficiencia… Todo ello encaja en la idea del pensamiento estratégico. Claro, aquí surge —nos lo recordaba recientemente Carlos Herreros de las Cuevas en un interesante texto publicado— aquello de los fines y los medios, y en verdad puede estar resultando frecuente que, tras unos fines saludables, se escondan también medios insanos, inicuos.

 

Marzo 2014

 

* José Enebral Fernández comenzó su actividad profesional en 1972, en el Centro de Investigación de International Telephone & Telegraph en Madrid, dentro del área de nuevas tecnologías y metodologías para la formación.

Ha publicado artículos en revistas como Dirección y Progreso (APD), Capital Humano, Dirigir Personas, Training & Development Digest, e-Learning America Latina, Nueva Empresa, Cambio Financiero, Visión Humana y otras, y asimismo en portales de Internet.

En su trayectoria profesional se destaca:

  • Ingeniero Técnico en Electrónica por la Universidad Politécnica de Madrid.
  • Formación de posgrado en ITT, Eurofórum y ESIC.
  • Diseñador instruccional de sistemas de e-learning.
  • Colaborador de diferentes empresas consultoras y escuelas de negocios.
  • Analista de casos de innovación empresarial.
  • Autor del libro “La intuición en la empresa” (Gestión 2000).
  • Jurado en los Premios Know Square.